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sábado, 9 de noviembre de 2013

Fin del segundo acto.

No se conocían. Habían pasado medio año juntos, pero sin saber nada del otro. Tenían una relación basada en el silencio. Ella callaba para evitar conflictos. Él callaba para no dar explicaciones. A medida que ella cerraba la boca, abría su mente. Se llenaba de preguntas, de dudas, de dolores. Asumió que el único modo de lograr un buen vínculo era silenciándose; cualquier cosa que dijera podía alejarlo. Llevó su paciencia hasta el límite, el mero hecho de tenerlo valía la pena, valía todo lo malo que debiera soportar. Él interpretó su paciencia como un pase libre. No tenía que dar explicaciones, podía hacer lo que quisiera. Y lo hacía. Como se mojan dos dedos de vodka en un vaso de bebida,  mojaba un par de pecados en un vaso de moral. Se sentía con potestad como para criticar, criticaba cuando veía que alguna de sus actitudes se reflejaba; porque temía que ella usara sus mismos parámetros. Los únicos momentos en los que se entendían eran aquellos donde las palabras no eran usadas. Esos momentos en los que los sentidos desaparecían. Parecían ciegos, se recorrían buscando leerse, buscando ser leídos  pero cuando llegó el momento de abrir los ojos, no vieron nada. Y cuando quisieron abrir la boca, se dieron cuenta de que no tenían nada para decir, porque no tenían nada.